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Homilía en la celebración de los 470 años del Convento de Santo Domingo de Bogotá

07 Septiembre 2020

Por: Fray José Gabriel MESA ANGULO, O.P.

Muy queridos hermanos; muy queridos hermanos y hermanas que nos acompañan virtualmente desde sus hogares: Hoy nuestro Convento de Santo Domingo – digámoslo en la medida en la que se puede en este tiempo de pandemia – está de fiesta, al recordar un momento histórico: Hace 470 años se erigió este Convento de Santo Domingo de Bogotá, en aquella época con el nombre de Convento de Nuestra Señora del Rosario, en Santa Fé. Es una historia larga que quizás por hoy, preferiría dejar un poco de parte, entre otras cosas, porque los frailes la conocemos. Más bien he querido tomar otra ruta para compartir la Palabra y los hechos.

En días pasados, cuando leíamos también este mismo texto del Evangelio, el predicador se detuvo en una palabra: la Iglesia. Yo hoy quisiera detenerme en otra palabra: ¡las llaves! … Pedro y las llaves. Resulta muy sugestivo el tema de las llaves en labios de Jesús: Mateo 16,19: “Yo te daré las llaves del reino de los cielos; y lo que ates en la tierra, será atado en los cielos; y lo que desates en la tierra, será desatado en los cielos”.

Muchos podríamos preguntarnos qué fue lo que pasó con Pedro, sabiendo que él a la hora de la verdad para ese momento no había acuñado ninguna gran obra. Como si esto fuera poco, cuando el Señor Jesús fue arrestado y llevado a juicio, Pedro lo negó tres veces. ¿Por qué el Señor no le dio las llaves del Reino de los Cielos a otros discípulos? ¿Por qué fue a Pedro? El Evangelio incluso lo muestra como un personaje más bien rudo; sin embargo, hay algo que pasó con él que vale mucho: Fue elegido sin más mérito de su parte que la fuerza de la fe. Es él quien confiesa al Cristo: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (Mateo 16:16). Fue sólo Pedro quien de entre los doce discípulos, recibió el esclarecimiento del Espíritu Santo y reconoció que el Señor Jesús era el Mesías esperado; que Él era Cristo. Cuando el Señor Jesús dijo que Él era pan de vida y que las personas sólo necesitan comer su carne y beber su sangre para obtener la vida eterna, muchos se preguntaron ¿de qué estará hablando? no pocos se sintieron despistados y dejaron de seguir al Señor. Sólo Pedro dijo: ‘Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Santo de Dios’ (Juan 6:68-69) La fe de Pedro es la clave. La fe de Pedro es la llave. La fe es nuestra llave maestra; la fe es la llave que puede abrir las puertas del Reino y las puertas del alma humana.

Hoy estamos celebrando los 470 años de fundación de este convento de Santo Domingo… ¡una locura!... 470 años… es un tema casi inédito en la historia de Colombia. Casi cinco siglos de presencia de los Dominicos en esta sabana de Bogotá… en este Convento; quizás no en este lugar, pero sí en esta estructura conventual.

Hermanos que nos siguen desde casa, permítanme que les hable a mis hermanos aquí presentes.  Cada fraile de esta Provincia Dominicana de Colombia tiene una historia vivida aquí en este convento. Todos hemos vivido aquí en algún momento de nuestra vida; la mayor parte durante los años de formación; este es un convento de formación de los Dominicos en Colombia. Pero quiero hacerles caer en cuenta de un detalle simple, aunque significativo. Todos hemos tenido en algún momento las llaves de este convento; todos hemos podido en algún momento abrir las puertas en este convento. Cuántos frailes más lo habrán hecho en 470 años… ¿lo pueden imaginar ustedes?

Pienso especialmente en dos hermanos a quienes hoy recordamos en nuestra Provincia como Siervos de Dios: Fray Saturnino Gutiérrez, quien fue prior de este convento en el cambio del siglo XIX al siglo XX y Fray Enrique Higuera, ya entrado el siglo XX, quien fue el primer prior conventual ya en este edificio en el que hoy nos encontramos. Ambos hoy en olor de santidad. Ni qué decir de San Luis Bertrán, Primer Patrono de Colombia, elegido prior de este Convento, aunque no lo hubiera podido ejercer. ¿Qué tenemos nosotros que ver con eso? El padre Higuera tenía su habitación prioral hace más de 65 años al frente de mi cuarto hoy día. Han pensado ustedes hermanos míos, cada que toman la llave de su habitación, de su celda frailuna, como la llamamos, ¿cuántos frailes santos han vivido allí? ¿Cuánto les compromete a ustedes la posibilidad de tener en sus manos llaves de este convento y poder vivir su vida dominicana aquí? ¡Cuánta historia!

Es un desafío que nos mueve a pensar en las llaves que dan paso a nuestra vida dominicana, porque para los Dominicos el convento debe ser la puerta del cielo; el lugar desde el cual salimos hacia la humanidad; el lugar al cual volvemos a retomar las fuerzas para anunciar la Buena Nueva de Jesucristo. Ahora, que llevamos poco más de cinco meses sin salir, aquí en cuarentena, casi cuarenta frailes compartiendo la vida común… ¡cuánto hemos tenido que volver a valorar la fuerza, la importancia y el sentido del convento!

Las formas y estilos de llaves son tan variados, desde las antiguas llaves de bronce de los grandes portones… imagino cómo serían las llaves del Convento de Santo Domingo hace 470 años… hasta las flexibles llaves electrónicas a las cuales basta sólo una señal virtual. Una llave siempre sirve para abrir, a veces sirve para cerrar. Una llave también es un instrumento que sirve para apretar, o para aflojar, para regular el paso o para impedirlo; para bloquear un arma o para disparar. También se requiere de una llave para darle cuerda al antiguo reloj del tiempo, para afinar el instrumento musical y hasta para el accionar del odontólogo o el cirujano. Una llave también es una figura matemática, un movimiento de lucha libre, un principio para el conocimiento, una forma de talla para fortificar las minas; es el símbolo de acogida del ciudadano ilustre, es una forma coloquial de saludar al amigo y es incluso hasta la solución de un problema. Es el nombre que damos a la servidora de las casas elegantes y los hoteles: “Ama de llaves” y al maestro del palacio: “Maestre de llaves”. ¡Cómo vivir sin llaves? ¿Cómo moverse sin ellas?

El asunto es que la vida cristiana también tiene llaves y, como les decía hace un rato, nuestra vida dominicana también necesita llaves. Por eso quiero dejarles sembrado en el corazón el recuerdo de las llaves que nos abre cada año el tiempo de Cuaresma: Son tres: el dar, el ayuno y la oración. Sin esas tres llaves no hay cómo vivir el cristianismo.

Y ahora, permítanme invitarles e invitarme yo mismo a que retomemos algunas llaves de nuestra vida dominicana. Me refiero en particular a la llave de la vida común. “Lo primero porque os habéis congregado en comunidad es para que habitéis en la casa unánimes y tengáis una sola alma y un solo corazón hacia Dios”. Una llave que alcanza su plenitud, más allá de los límites del convento, en la comunión con la Provincia y con toda la Orden. Hay que tener a mano las llaves del seguimiento de Cristo: La consagración religiosa, sagrada liturgia y oración, el estudio, ministerio de la palabra, nuestra vocación a ser familia de predicadores, con las monjas, las hermanas y los laicos. 

Déjenme recordarles  que “para que cada convento sea en verdad una comunidad de hermanos, todos deben aceptarse y estimarse mutuamente como miembros del mismo cuerpo”. Si no caemos en cuenta en esto… ¿cómo creen que pudimos llegar a celebrar 470 años viviendo en una casa común?

El Convento nos hace conscientes de nuestra responsabilidad para el bien común. Es aquí donde aceptamos ser responsables; es aquí donde cumplimos oficios y donde nos servimos unos a otros sin vanidades ni pretensiones. En el convento no caben los abolengos de nuestras familias o las pobrezas de las mismas; aquí simplemente nos debemos prestar de manera gozosa a suplirnos unos con otros en nuestro trabajo y ayudar a los que están más sobrecargados. Es en el convento, mis hermanos, donde los frailes tomamos parte con agrado en el encuentro y en la recreación común; porque en esos espacios donde se fomenta el conocimiento mutuo y la comunión fraterna. 

Es aquí, como bien lo dicen nuestras Constituciones, donde se hace fructuosa la colaboración apostólica y la comunión fraterna; es en el convento donde hay sumo interés para la participación unánime de todos los frailes: “el bien, en efecto, que es aceptado por todos, es promovido con rapidez y facilidad”. Por eso el convento no son sólo los muros, que ciertamente debemos cuidar, sino la vida de los hermanos que debemos proteger.

Nuestra tradición nos recordó desde el S. XIII que la Virgen María caminaba por los claustros del Convento y nosotros también llegamos a la Orden también con esa ilusión de sentir la protección misericordiosa de la Santísima Virgen. Pero recordemos que María no solo se pasea por el claustro. María cuida las llaves de cada uno de nosotros, las llaves de nuestra vocación dominicana y, por eso, que esas llaves que tenemos ahí nos ayuden realmente a hacer de nuestra vida un empeño constante por salvar almas.

Que tengamos claro que el punto de partida de nuestra vida es nuestro comportamiento honesto y religioso y que, en ese sentido, tengamos como nota particular empeñarnos en servir a los demás con la palabra y con las obras, con nuestro ejemplo, con nuestra relación humana. De nada nos sirve quedarnos con llave dentro del convento. He ahí la gran diferencia entre convento y monasterio: el convento es para salir de él y volver a él, no para quedarse enclaustrados en él. Así lo aprendimos en la tradición dominicana. Dentro de él vivimos como en el monasterio, pero salimos de él a entregar lo mejor de nuestra vida a los demás.

Hoy, al celebrar los 470 años de nuestro Convento de Santo Domingo, renovémonos en la coherencia de nuestro anuncio y nuestra palabra. Renovémonos en nuestra obra comunitaria, que tiene que ver también con todo aquello que hablamos y compartimos… hablar con Dios, hablar de Dios. Renovémonos en el convento en la fe y la doctrina, como gran tema de nuestra predicación. Renovémonos también en el convento en la posibilidad de abrirnos al mundo contemporáneo con todos sus desafíos, con todas sus tecnologías, con todos sus aprendizajes. Renovémonos para descubrir que este convento, enclavado en las montañas de Bogotá, debe ser un lugar abierto al mundo, abierto a la humanidad, abierto a la predicación del pueblo fiel, abierto a la construcción de la Iglesia y que, en ese sentido social, nosotros también podamos renovar y fortalecer nuestro ministerio.

Démosle gracias a Dios por Su presencia compasiva y misericordiosa durante 470 años en este Convento de Santo Domingo.

Agradezcámosle Su presencia, la fuerza de Su Espíritu, la protección de la Virgen María, la misericordia de Domingo en la vida de cada hermano; pero también agradezcamos por la vida de cada uno de nosotros y por la vida de cada uno de aquellos que desde aquí hicieron bien a Bogotá, a nuestro país y a la humanidad.

AMÉN.

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